Hemos estado hablando todo el mes sobre la muerte y la conciencia del límite como seres humanos. No un límite en el sentido de que no podamos hacer algo, pues somos seres ilimitadamente creativos con mentes maravillosas y potenciales infinitos. Sino un límite de nuestra existencia terrena, en el que estamos marcados por el tiempo y el espacio inevitablemente, y tenemos como tarea la vida (misión) enfrentándonos a la vez con la enfermedad, la muerte, el sufrimiento, las rupturas y las pérdidas.
Si somos conscientes de que vamos a morir, y no sabemos el día ni la hora, en lugar de esconder la muerte y no nombrarla, ¿no sería mejor vivir una vida plena de sentido?
Si la vida es imprevisible y no podemos controlarlo todo, ¿no sería mejor vivir el presente con intención?
Si nos enfrentaremos a situaciones que nos causan sufrimiento y dolor, ¿no sería mejor vivir con una actitud de aprendizaje ante las dificultades?
Todas las situaciones límite (sufrimiento, muerte, culpa) nos llevan a pensar en lo que queremos lograr, lo que es valioso para nosotros y a vivir de acuerdo con esto. Nos enfrentan a nuestras emociones, nos sacan de nuestra zona de anestesia, nos contactan con nosotros mismos y con los demás. Thomas Moore en su libro “La noche oscura del alma” nos hace toda una reflexión de cómo pasando por una noche oscura logramos ver en realidad la luz, pero para ello hay que abrazar y vivir en la oscuridad, conocer nuestras sombras y saber todo de nuestra alma, de sus tristezas, de sus añoranzas, de sus amores y temores; y ahora en tiempos de pandemia, vemos como cada encuentro ha tomado un tinte diferente, más especial y necesario. Extrañamos lo que no tenemos, lo que nos es prohibido. Nos damos cuenta de lo quedábamos por sentado y ahora lo agradecemos y lo echamos de menos.
Cuando estamos en la seguridad de nuestro hogar, cuando no vemos peligrar nuestro trabajo, cuando todo está bien, no tenemos la necesidad de ser creativos y ni siquiera compasivos. Es como si cerráramos las cortinas de la ventana de nuestra vida y no viéramos más allá. Ante la dificultad (que para cada quien se presenta diferente) es cuando abrimos los ojos y nos preguntamos por el sentido de nuestra vida, el para qué vivir.
Y ahí vemos a tantas personas un poco perdidas buscando donde no van a encontrar nada, en los placeres materiales, comprando compulsivamente y buscando cada día tener mas, en las adicciones de todo tipo, en las series de tv, en las relaciones pasajeras y sin significado etc…
Y experimentan estados de felicidad pasajeros, pasan de fiesta y luego viene la resaca… Y nuevamente al ruedo a seguir buscando.
El sentido de vida siempre está ahí, no es algo que tenemos que ir a encontrar al final del arco iris. Pero muchas veces no logramos verlo, pues estamos en pos de algo grandioso, de un evento único en la vida que me demuestre que ese es “el sentido de mi vida”. Estamos persiguiendo nuestra pasión, estamos persiguiendo lo que nos llama a la felicidad verdadera y entendemos todo esto como un estado de alegría total, de atracción permanente y de éxtasis profundo que al final no obtenemos. Porque la vida son pedacitos de una y otra cosa, valores de diferentes tipos importantes para cada uno de nosotros, muchas cosas que nos apasionan o cosas que hacemos con pasión, momentos de felicidad y de tristeza. Traiciones y amores, cariños y odios, obligaciones y hobbies… en fin, millones de colores y tonalidades que van construyendo una vida significativa. Nos perdemos de lo pequeño por estar buscando lo grande y lo maravilloso.
Algunas herramientas que nos ayudan a vivir una vida con sentido:
Te invito hoy a pensar tu vida, a hacerlo todo con especial atención y preguntarte por lo que realmente vale la pena y qué puedes dejar. Míralo todo, hasta lo más cotidiano e insignificante y conéctate con lo que hace que cada día des un paso mas. Haz que lo ordinario se convierta en extraordinario por medio de tu gratitud. Estás vivo y es por eso que puedes hacerlo.